La ley revertirá los efectos de la protección y desalentará el uso y la difusión de estas manifestaciones culturales.

A raíz de la columna que publiqué hace dos semanas en este mismo espacio, en la que comentaba sobre algunos aspectos cuestionables de la iniciativa que se discute en el Congreso, orientada a proteger el patrimonio cultural material e inmaterial del país, recibí una gran cantidad de mensajes y preguntas sobre el posible alcance y aplicación de la normativa a la luz de su proyectada promulgación.

El común denominador de las preocupaciones pasa por el exceso que la definición de patrimonio inmaterial supone, en la que caben tradiciones y expresiones orales, artes del espectáculo, usos sociales, rituales y actos festivos; los conocimientos y usos relacionados con la naturaleza y el universo; las técnicas ancestrales tradicionales, así como también, todos los artefactos, instrumentos, objetos y espacios culturales que son inherentes a las prácticas, gastronomía y expresiones culturales.

A esta omnicomprensiva definición, hay que añadir tres ingredientes: primero, que la ley prevé la creación de un registro para este tipo de expresiones y elementos; segundo, que una comunidad podrá registrarse como titular; y tercero, que para utilizarlos se deberá contar con autorización previa.

Las primeras preguntas apuntan a entender si, por ejemplo, los platillos típicos de una región del país podrán seguir siendo explotados en otra, o si esto sólo será posible a partir del pago de una autorización. Imaginemos que, llevando esta desproporción al terreno del simulacro, un restaurante de comida mexicana en la Ciudad de México tendría que pagar a los poblanos por vender mole, a los yucatecos por vender panuchos y a los sinaloenses por el aguachile. Además, habría que considerar contar con la autorización de los michoacanos para usar sus máscaras como elementos ornamentales en los muros, a los saltillenses por el estampado ornamental de sus rebosos en el menú y a los tehuanos por la vestimenta de las meseras. Me olvidaba, habrá que solicitar a los veracruzanos autorización para utilizar su tradicional danzón como parte de la ambientación musical del establecimiento. Entonces cómo haremos: ¿se formará una especie de sociedad de gestión colectiva para recaudar estos fondos y distribuirlos a sus titulares? Insondable, inimaginable y desde luego irrealizable.

Pensemos otro escenario en el que una comunidad de productores en Celaya registra como producto típico de la comunidad la tradicional cajeta de la zona. ¿Cómo pasaría esa titularidad a la Federación cuando se pretenda obtener una denominación de origen que tutele ese producto? Una pregunta más: ¿los miembros de la comunidad titular están autorizados para usar los procesos y productos objeto de la protección sin requerir autorización de la propia comunidad? Es pregunta…

Si a todo este complejo mosaico de incógnitas sumamos el derecho constitucional de los pueblos indígenas a la libre determinación, que claramente puede incidir en que definan las formas y medios para acceder a estos bienes culturales, el resultado es altamente preocupante. Tener una ley que, en aras de la protección establece cargas burocráticas y económicas onerosas para los usuarios, revertirá los efectos de la protección y desalentará el uso y la difusión de estas manifestaciones culturales. Y ese sí que es un escenario absurdo.