Son diversas las tesis que explican la evolución que ha tenido la propuesta de implementar un impuesto global a las corporaciones.

Son diversas las tesis que explican la evolución que ha tenido la propuesta de implementar un impuesto global a las corporaciones, desde ciertas posiciones académicas con varias décadas de existencia, hasta las discusiones del G7 y el G20 para llegar finalmente al grupo del Marco Inclusivo de la Organización para el Crecimiento y el Desarrollo Económico. El jueves de la semana pasada, en una fecha que podría convertirse en histórica, 130 de 139 países aprobaron la propuesta que permite pasar a las siguientes fases del proceso, y se prevé que su aterrizaje en legislaciones nacionales sea expedita.

El plan para aplicar este impuesto global tiene por pretensión primaria restar competitividad a los llamados paraísos fiscales. Al día de hoy, a pesar de que las leyes en el mundo combaten el traslado de recursos a países de baja tributación fiscal, el flujo hacia esos países sigue representando una parte importante de las ganancias de las grandes corporaciones en el mundo. Entre las medidas que se aplican para este fin se encuentra el conocido candado de los precios de transferencia entre partes relacionadas, esto es, impedir que entre empresas del mismo grupo pacten precios por abajo del mercado con objeto de transferir la utilidad a la jurisdicción en la que el impuesto es menor. Si una empresa en México vende un producto a su filial en las Islas Vírgenes Británicas a precio de costo y esta lo refactura al comprador en Estados Unidos, la utilidad quedará en las Islas con una tasa impositiva de menos del 1%. Al reducir la base gravable en México, el pago de impuesto sobre la renta se evapora y el pago de utilidades a los trabajadores se evade.

El anterior es solo un ejemplo de los múltiples mecanismos que se emplean para justificar la salida de recursos hacia paraísos fiscales, desde pagos de honorarios hasta cuotas de regalías por Propiedad Intelectual. Algunos países, inclusive, desgravan el impuesto por dividendos en el exterior, como un señuelo para atraer capitales a sus bancos. No hay que sorprenderse, España, por ejemplo, sigue este criterio y países como Luxemburgo y Holanda contemplan esquemas similares. En nuestra región, el Estado de Delaware en los EUA no aplica tasas impositivas locales, lo que ha generado una altísima concentración de empresas domiciliadas en esa demarcación.

Aunque en el discurso oficial no se diga, la iniciativa del impuesto global a corporaciones representa la batalla central contra las grandes empresas tecnológicas, cuyo incontenible poder ha crecido hasta desafiar las capacidades de los gobiernos. Las leyes antimonopolio, en su lógica nacionalista, han mostrado su fracaso ante el crecimiento exponencial de los Googles, Facebooks, Amazons y Apples, mirando de modo impotente la explosión mundial de estos entes. Su poder, bien lo sabemos, no es ya solo económico, sino que su influencia se ha convertido en una amenaza real a la privacidad y las libertades.

Un evento que desnudó la forma de operar de los grandes capitales fue el episodio de revelación de información de los Panamá Papers, que expuso al mundo los complejos esquemas corporativos que se desarrollan para encubrir toda clase bienes y activos. Al establecerse como tasa mínima impositiva la del 15%, lo que se pretende es desincentivar que los capitales migren hacia países de baja tributación, obligando a que los recursos se queden en los territorios donde se generan. Este es un principio de justicia que cambiaría una de las reglas esenciales que han impulsado el capitalismo, tal como hoy lo conocemos.

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