El otorgamiento de licencias y patrocinios, usualmente apetecibles para grandes marcas, enfrenta un escenario inédito en el que la ausencia de entusiasmo del público contamina las decisiones.

Afectada en fecha e imagen por la pandemia, finalmente la cita olímpica encontró las coordenadas para desarrollarse dentro de un mes. Para muchos, la perseverancia para celebrar el evento es prueba de la constancia tradicional que define la cultura del país organizador, para otros, celebrar los Juegos cuando todavía no cesa la emergencia sanitaria en el mundo es solo muestra de la imperiosa necesidad de recuperar parte de lo invertido en su organización.

En este escenario, el otorgamiento de licencias y patrocinios, usualmente apetecibles para grandes marcas, enfrenta un escenario inédito en el que la ausencia de entusiasmo del público contamina las decisiones. De hecho, la banalidad que para muchos representa la celebración misma de las olimpiadas en estos tiempos de enfermedad mundial va en contrasentido del espíritu de los Juegos.

Los juegos olímpicos son una buena muestra del nivel de sofisticación que los derechos de propiedad intelectual han alcanzado en el mundo. A la robusta protección que los famosos aros reciben a través de tratados internacionales, se deben sumar cientos de registros de marca de los logotipos de cada edición alrededor del mundo, los registros de la mascota, los slogans y una larga red de nombres de dominio para copar los diversos accesos en la red para evitar usos fraudulentos.

Al voluminoso expediente de los derechos de la ciudad sede se debe añadir la larga lista de contratos para negociar los derechos de televisión que posee el Comité Olímpico Internacional, así como los derechos de imagen de los atletas y los derechos de autor sobre los cuantiosos materiales producidos alrededor del evento. Al final, el impacto y la influencia mediática de esta clase de encuentros es de tal envergadura que las formas parasitarias de tomar ventaja son impredecibles.

Sin ninguna duda, el punto de inflexión que será puesto a prueba en los Juegos de Tokio es la llamada Regla 40 de la Carta Olímpica, por medio de la cual se pretende evitar que los deportistas que participen utilicen su persona, nombre, imagen o actuaciones en dicha competición con fines publicitarios durante los Juegos Olímpicos, incluyendo la prohibición a cualquier empresa que no habiendo pagado por un patrocinio, haga referencia a los Juegos felicitando a los atletas durante el tiempo de celebración de estos y durante el llamado “plazo de la regla 40”. Dicho plazo abarca los 9 días previos a los Juegos, los 15 días de su celebración, y los 3 días posteriores a la clausura.

Ante la explosión de las redes sociales en los últimos tiempos, con toda clase de influencers y youtubers en “modo activo”, inhibir los usos no autorizados se convierte en una guerra de guerrillas que requiere grandes ejércitos y ofrece, muchas veces, escasos resultados. En el pasado, perseguir fabricantes de mercancías falsificadas era complejo, pero se lograba frenar a la piratería en los canales legales de venta. Hoy, la arena de la competencia desleal se ha movido a otros territorios.

Será interesante valorar los resultados de esta contienda que se verificará en paralelo a los Juegos olímpicos y que marcará el derrotero de las acciones contra el uso ilegal en el espacio digital.

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