A partir de la decisión adoptada por Instagram, Facebook y Twitter de suspender la cuenta de Donald Trump, la discusión sobre las facultades de estas corporaciones para restringir el perfil o los mensajes de determinados orígenes o contenidos ha escalado hasta provocar la expresión de diversos gobiernos sobre la necesidad de regular la operación de las redes. El asunto, lo sabemos bien, alcanza la mayor relevancia ante el avance irreductible de estas plataformas como medio de comunicación, como nuevo mercado virtual, como reservorio de conocimiento y para grandes sectores de la población, como espacio primario de pertenencia.

Son amplias y profundas las implicaciones en cualquier sentido en que la decisión se adopte, pero es claro que el fiel de la balanza se moverá en términos de poder e influencia. Quien ostente el poder de censurar y controlar qué y quién puede ‘estar’ en la red, influirá decisivamente en la naturaleza de los contenidos.

De la pretensión libertaria de internet, que algunos siguen defendiendo a ultranza, hemos derivado hacia posiciones más sensatas que piden atemperar cierto tipo de información e imágenes que por sí mismas son inaceptables, desde grupos terroristas que promueven su agenda, hasta organizaciones criminales de trata de personas que emplean las redes para traficar o defraudadores en busca de incautos. En estos y muchos más casos, incluidas claramente las fake news, todos o casi todos coincidimos en que las redes deben actuar para eliminar, tan pronto como sean detectados, perfiles y mensajes vinculados a actividades delictivas o en desinformación.

De hecho, en términos de nuestra legislación dejar pasar esos mensajes podría suponer una colaboración o facilitación de las redes en la comisión de ilícitos que podría ser penalmente punible, por lo que no hay duda de que la censura dictada por las propias redes es necesaria, aún y cuando exista el claro riesgo de que estas empresas, empoderadas como lo están, ejerzan una influencia decisiva en nuestras vidas. Sin embargo, como en tantas otras áreas el problema es la graduación, esto es, cuándo y hasta dónde debe intervenir la responsable de la operación de cada plataforma para tomar decisiones, particularmente en conversaciones sociales y en mensajes de contenido político. Es en este punto donde los bandos se dividen y será difícil que exista acuerdo. Hoy, por primera vez, el poder del Estado debe acostumbrarse a ser censurado, y no a la inversa.

Para las autoridades, las redes deben equipararse a ‘medios de comunicación’, que al más puro estilo de las leyes restrictivas de hace cinco décadas se deben censurar desde el pensamiento oficial, como se ha hecho históricamente con la radio, la televisión y la prensa. Si, solo que, al menos en los dos primeros casos, las empresas ejercen una concesión oficial que les permite usar el espectro radioeléctrico que es propiedad de la nación. Eso explica, precisamente, que los diarios se convirtieran en los agentes de cambio, que introducían en la sociedad opinión, debate, pluralidad y denuncia.

En este momento y al menos desde la elección de Obama, en 2008, las redes construyeron la nueva arena para la discusión de los asuntos públicos, con la variante de que en este escenario la conversación es horizontal y multitudinaria. Que muchas veces deriva hacia la vociferación y el insulto no hay duda, pero es parte de los costos de una democracia deliberativa en la que se respeta la libre expresión como premisa. Por este motivo, el anuncio del senador Monreal de impulsar una iniciativa que modifique las riendas y los controles del poder de censura tiene implicaciones de la mayor envergadura, y merece una resistencia definitiva de usuarios, plataformas, agrupaciones y oposición.

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