Apenas el 24 de enero de 2020, entró en vigor la reforma a la Ley Federal del Derecho de Autor en materia de protección de las obras de “culturas populares y expresiones culturales tradicionales”.

Apenas el 24 de enero de 2020, entró en vigor la reforma a la Ley Federal del Derecho de Autor en materia de protección de las obras de “culturas populares y expresiones culturales tradicionales”. La reforma fue el colofón de múltiples proyectos, de todos los tamaños, estilos y colores que a lo largo de los últimos 20 años han transitado por las salas del Congreso, y que finalmente concluyó en una precipitada y desorientada enmienda que apenas modificó la explotación libre de obras propias de pueblos originarios y comunidades indígenas del país.

De hecho, no hemos tenido conocimiento de una sola reclamación fundada en esa normativa, que muy posiblemente está solamente ahuyentando a los interesados en usar diseños indígenas, ante la inexistencia de reglas claras. No habiendo dejado satisfecho a nadie, las iniciativas para mejorar la regulación han seguido emergiendo como si la susodicha reforma no existiese, hasta llegar a este nuevo proyecto que ha merecido el voto unánime de la cámara de Diputados, y que ahora pasará al Senado para su análisis.

Basta revisar la exposición de motivos de la iniciativa para darse cuenta de que la misma obedece a la pura reactividad que los recientes casos de Carolina Herrera y otras afamadas marcas causaron, y que toman forma en una propuesta simplista e incompleta. La iniciativa no solo no mejora lo que ya tenemos, sino que establece pautas tan difíciles de cumplir que desalentará el uso comercial de esta clase de obras, que al final es también una forma de difusión de cultura. Hay quien cuestiona si es que este es un efecto positivo, por lo que habría que preguntar si expandir la industria del mezcal y exportar a todo el mundo prostituye la cultura detrás del producto o lo exalta. Me quedo con lo segundo.

En sí, la nueva normativa pretendería exigir el pago de un porcentaje a favor de las comunidades identificadas como autora de las obras, siempre y cuando medie una autorización previa de su parte. A pesar de que la intervención del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas se prevé como árbitro para solucionar conflictos de identidad en la titularidad de los derechos y la representación legal, el punto puede convertirse en una traba burocrática invencible.

La reforma quedará corta en el tipo de creaciones amparadas por la misma, discriminando a unas respecto de otras, sin una razón que lo explique que no sea poner freno a las más recientes infracciones en productos textiles. Por otro lado, la integralidad que se requiere para esta clase de intervenciones es claramente desconocida al pretender una solución simplista que reduce el tema al mercantilismo de la remuneración. ¿Dónde quedan los mecanismos para que esas comunidades den a conocer, por sí mismas, sus creaciones? Ese suele ser el centro de este tipo de legislación.

En otras leyes del mismo tipo en países que las han promulgado, se ha creado la infraestructura completa para dar sentido a la explotación comercial de las obras, definiendo destinos, subsidios, criterios de calidad y una serie de procedimientos y atribuciones que garantizan el cumplimiento de los objetivos. Con estas disposiciones, parecería, solo se pretende “que le paguen a las comunidades” por el uso de las obras, sin importar a quien, cuando, como y para qué. Necesitamos leyes completas y armonizadas, no parches sobre remiendos.