El tratado incluye en su capítulo 20 las exigencias de Estados Unidos en esta materia.

Difícil sustraerse en estos tiempos a la preponderancia de los asuntos electorales y pretender que alguna relevancia encuentran “los demás temas”. Aún así, el que esta semana abordamos por razones diversas tiene hondas conexiones con la postura que el gobierno federal ha adoptado frente al comercio internacional y la inversión extranjera.

Los compromisos en materia de Propiedad Intelectual, como sabemos, juegan un rol protagónico durante las negociaciones de cualquier acuerdo internacional comercial, particularmente cuando algún país tecnológicamente poderoso es parte. Este postulado no fue la excepción en la controversial y tensa negociación del T-MEC, reflejando en su capítulo 20, dedicado a estos temas, los puntos de inflexión que las exigencias de Estados Unidos permitieron alcanzar.

La respuesta a las exigencias de cambios en nuestra ley se reflejaron en forma inmediata y directa en la novedosa Ley Federal de Protección de la Propiedad Industrial, publicada precisamente el mismo día de entrada en vigor del T-MEC. En forma simultánea, la reforma a la ley de derechos de autor en la parte digital finalmente fue realizada, habilitando una serie de acciones para protección de contenidos que por mucho tiempo fue eludida por nuestro sistema normativo.

Con estos antecedentes, es necesario preguntar cuál podría ser el motivo de preocupación de Estados Unidos en la primera reunión ministerial de seguimiento del tratado celebrada la pasada semana. Los antecedentes, no solo de este sexenio, sino en forma recurrente en los últimos tres, apuntan a la falta de acciones reales de contención de la piratería. La disminución de algunos índices, especialmente en la parte de películas, música y software, obedece más a defensas tecnológicas y nuevas formas de comercialización que a acciones gubernamentales.

En la parte de productos tradicionalmente objeto de falsificaciones como el vestuario, el calzado deportivo, los cosméticos, los relojes, las baterías, etc., no solo no hay avances, sino que se percibe un incremento en los índices de su tráfico ilegal. Los filtros implementados en las aduanas para detener importaciones han caído en una rutina que ha dejado de aportar los resultados de otras épocas y los aseguramientos en el mercado interno son muy escasos para el tamaño de la problemática.

En el cambio de discurso que en estos años se ha gestado, el asunto no pasa ya por estar o no en las listas de vigilancia por nuestro bajo desempeño en observancia de derechos, sino por la enfermedad que se expresa detrás del síntoma. Un padecimiento que reporta niveles crecientes de informalidad y una parálisis generalizada del sistema de defensas. Lo que más preocupa de la enfermedad es la ausencia de voluntad para diagnosticarla y combatirla, creando un clima que desafía a la inversión productiva ante el desinterés por contrarrestar los efectos devastadores de la piratería.

Una falla de visión ubicaría el problema como exclusivo de las grandes marcas, siendo que el fenómeno alcanza a toda clase de giros y dimensiones empresariales. De hecho, las pymes que son víctimas de falsificaciones suelen padecer mayores daños y cuentan con menores recursos para contenerlos. Además, la repercusión que este efecto tiene en la percepción general de degradación del estado de derecho es evidente, aunque esa consecuencia, en este momento, se mire como irrelevante.

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