Considerando que los bienes consisten en ropa, juguetes y enseres domésticos, no queda duda de que son productos asegurados por violación a derechos de marcas renombradas.

Finalmente, lo que suponíamos marginado ante la andanada de críticas al darse a conocer, se convirtió en realidad y el pasado viernes se anunció que el Tianguis del Bienestar entregaría mercancía confiscada a la población, a través de carpas itinerantes. Considerando que los bienes consisten en ropa, juguetes y enseres domésticos, no queda duda de que son productos asegurados por violación a derechos de marcas renombradas.

Antes de abordar las abiertas transgresiones al marco legal que regula esta clase de bienes -el cual incluye obligaciones asumidas en tratados internacionales-, es un ejercicio necesario recordar el tránsito que nuestro país ha seguido en la lucha contra la piratería en los últimos años. Este punto, en realidad, no es más que el último eslabón en la larga cadena de la claudicación, frente a este poderoso enemigo.

Un primer referente nos debe llevar a un par de décadas atrás, cuando la Unidad de lucha antipiratería, de la entonces PGR, abandonó la tarea de realizar investigaciones propias. Desconociendo las obligaciones que la ley le impone, la autoridad trasladó a los titulares de marcas la carga de aportar a las indagatorias los elementos de prueba necesarios, viéndose las empresas en la obligación de contratar investigadores privados para hacer labor policíaca en preparación de la información necesaria para los cateos. En aquel momento, la justificación pasó por la falta de presupuesto.

Un segundo momento en el que la autoridad desistió de dar cumplimiento a las atribuciones que por ley le corresponden, se ha presentado en los últimos meses y consiste en la negativa a practicar cateos de productos falsificados, limitando los aseguramientos a los que la aduana realiza de cargamentos del exterior. Con esa determinación se ha extendido una suerte de salvoconducto a los fabricantes de piratería, que no solo disfrutan de impunidad, sino que no corren siquiera el riesgo de que sus productos sean incautados. Para esta determinación, las causas invocadas descansan en las restricciones impuestas por la emergencia sanitaria, aunque la percepción conduce a la simple ausencia de voluntad política.

De la gravedad de esas decisiones hemos pasado al peor escenario posible, en el que los productos “sacados del mercado” por transgredir derechos esenciales para su funcionamiento -el respeto a las marcas de los competidores-, son regresados bajo la falacia de beneficiar a grupos necesitados. Se olvida, de un plumazo, que el combate a la piratería es una forma de desmantelar los insumos que alimentan la informalidad y diversas redes de delincuencia organizada, y que la destrucción de los productos confiscados tiene, antes que cualquier otra función, el valor simbólico de que son inservibles en todas sus formas.

Violar tratados internacionales y leyes nacionales que impiden rehabilitar productos falsificados es muy grave, y enciende todos los focos rojos que un sistema de Propiedad Intelectual contempla como alarma de supervivencia. Pero lo más preocupante es el mensaje, profundamente contradictorio que supone, por una parte, invitar a la inversión privada y por el otro, burlar los postulados que permiten crear condiciones para su operación. Para una empresa que invierte abundantes recursos en perseguir piratería, que tiene como “éxito” lograr confiscar falsificaciones de sus marcas, que la autoridad los reintroduzca al mercado es una forma enfática de decir que en México no nos interesan, ni los derechos de las empresas, ni la seguridad de los consumidores. Estamos aceptando que los mexicanos deban usar falsificaciones porque no pueden aspirar a comprar productos de mejor calidad.

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