El avance en el Congreso de la iniciativa de Ley Federal de Protección del Patrimonio Cultural de los Pueblos y Comunidades Indígenas y Afromexicanas, plantea más interrogantes que respuestas.

El avance en el Congreso de la iniciativa de Ley Federal de Protección del Patrimonio Cultural de los Pueblos y Comunidades Indígenas y Afromexicanas, plantea más interrogantes que respuestas. La pieza legislativa, de nuevo cuño en nuestro medio, parece responder a este ánimo renovado por valorar y proteger expresiones culturales tradicionales. Lamentablemente, la falta de un plan estratégico y de claridad en los objetivos nos lleva a un territorio de incertidumbre en el que los buenos deseos chocan de frente contra una realidad de enorme complejidad y desafíos.

Un primer problema que es fácil de identificar en el texto normativo es la injustificada amplitud de lo que define como “patrimonio cultural de la nación”, en el que se incluyen bienes muebles e inmuebles, áreas territoriales y marítimas, elementos, expresiones, prácticas y manifestaciones materiales e inmateriales producto de la acción conjunta o separada de la actividad humana y del entorno natural a los que los habitantes de la Nación reconocen y atribuyen valor y significado en virtud de su relevancia cultural, arqueológica, histórica, estética, arquitectónica, urbana, antropológica, tradicional, intelectual, científica, tecnológica, industrial, paisajística, sagrada, religiosa o cualquier otra característica similar que los hacen merecedores de ser protegidos, conservados, preservados, restaurados, investigados y valorados. Así o más.

Con una definición de este tipo, lo difícil no es definir que se entiende como patrimonio cultural de la nación, sino que lo complicado es pensar en lo que queda fuera. Lo mismo forman parte de este las imágenes de una calle de la Merced, que una corrida de toros o una cesta de mimbre de Jalcomulco. De hecho, en la parte de “patrimonio inmaterial” se contemplan las tradiciones y expresiones orales, artes del espectáculo, usos sociales, rituales y actos festivos; los conocimientos y usos relacionados con la naturaleza y el universo; las técnicas ancestrales tradicionales, así como también, todos los artefactos, instrumentos objetos y espacios culturales que son inherentes a las prácticas, gastronomía y expresiones culturales. De un plumazo, podemos decir que tanto el conocimiento tradicional como las expresiones culturales tradicionales, todas, son definidas como objeto de protección.

Si los buenos deseos, por sí mismos atrajeran la técnica legislativa y los recursos humanos, materiales y financieros necesarios para su implementación, todos seguramente coincidiríamos en la pertinencia de la llegada de la nueva ley. Pero no es así, y lo que puede verse venir es una andanada de confusión sobre temas tan puntuales como titularidad de los derechos, procedimientos para su explotación, competencias de autoridades, licencias, mecanismos de sanción y un largo etcétera.

Un primer asunto a resolver es la convergencia que la ley plantea con disposiciones de la ley de monumentos y zonas arqueológicas, la ley del instituto nacional de pueblos indígenas y la propia ley de derechos de autor, las cuales definen áreas exclusivas de regulación en estas materias. Esta aparente “sobreprotección”, aparentemente valiosa, derivará en dificultades para quienes pretendan autorizaciones para el uso de obras de este tipo, y como consecuencia, impedir lo que se pretende fomentar.

Uno de los efectos paradójicos fácilmente perceptibles es que el derecho de autodeterminación y autonomía de las comunidades y pueblos indígenas, que gozan de reconocimiento constitucional para participar en leyes que les afecten directamente, fueron marginados en la discusión de la normativa. ¿Que no su “valoración” debería empezar por escucharlos?

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