Con la llegada de internet, los cimientos de los derechos de autor fueron severamente cuestionados ante la imposibilidad de frenar que una obra fuese compartida sin restricciones geográficas, ni necesidad de soportes físicos.

Desde que la invención de la imprenta posibilitó la multiplicación mecánica de ejemplares de libros, el derecho de autor se inventó como parte medular de un sistema orientado a preservar el aporte de valor de los autores y los editores en la cadena de producción de una obra. Las expresiones jurídicas de esta nueva realidad evolucionaron, desde muy primitivas manifestaciones de recompensa en la forma de dispares privilegios industriales, hasta los sofisticados sistemas de seguimiento del consumo de obras que hoy conocemos.

Con la llegada de internet, la digitalización de todo tipo de obras y el surgimiento de nuevos géneros de producción y acceso, los cimientos de los derechos de autor fueron severamente cuestionados ante la aparente imposibilidad de frenar que una obra fuese compartida sin restricciones geográficas, ni necesidad de soportes físicos. Pero aún así, el régimen legal del derecho de autor mantuvo intocada su fórmula básica de supervivencia: la necesidad de recompensar a los autores como punto de partida de la cadena de valor. Sin esa compensación, como se constató en diversas industrias como la discográfica, la producción de obras se detenía irremediablemente.

El sistema de tutela de los derechos de autor ha alcanzado niveles de tal complejidad que, en ciertas industrias como la cinematográfica y audiovisual, cualquier difusión de una obra, en tiempo real en cualquier establecimiento comercial, inicia una larga ruta de seguimiento que llega hasta las llamadas sociedades de gestión colectiva para recaudar los pagos correspondientes a una multiplicidad de titulares de derechos. De ahí, los intercambios de cuotas a nivel internacional para finalmente descender hasta los titulares por medio de complicadas operaciones de cálculo de regalías y sistemas de distribución. La fórmula permite recompensar, en un nivel extraordinario de detalle a cada titular de derechos, manteniendo la Propiedad Intelectual como el eje conductor de la complicada maquinaria recaudatoria.

En las últimas dos décadas, el sistema de derechos de autor no sólo ha logrado detener la hemorragia que disparó internet y las redes sociales, sino que ha reconvertido el campo digital en una rentable forma de distribuir y consumir obras, con controles de piratería que han reducido significativamente el flujo de bienes falsificados del mercado tradicional. Tomemos como ejemplo a Spotify, que ha disminuido de tal forma el costo de tener a disposición miles y miles de canciones que los incentivos de la piratería para ofrecer mejores precios han desaparecido.

El gran acertijo que la irrupción de la Inteligencia Artificial plantea no es sólo la desaparición del autor como centro de imputación de derechos, que de suyo descompone la ecuación básica del sistema, sino la reducción drástica del valor que la creatividad de origen tiene en la cadena de producción de obras. Ante la facilidad tecnológica de suplantar lo que representaba la parte no fungible de la cadena, el sistema de derechos de autor ve amenazado su centro de gravedad. La creatividad que hoy supone producir un diseño, una imagen, un guion, una actuación o una canción, se ha convertido en un commodity que no requiere de un sistema de recompensa.

Digamos que la creación se ha vuelto tan mecanizable que “las máquinas pueden hacerlo”; y en ese escenario, en el que crear obras se ha trivializado y reducido costos hasta niveles irrelevantes, la pregunta deja de ser si esas obras son susceptibles de protección; la verdadera cuestión es si será necesario seguir pagando por una creatividad que ha dejado de agregar valor.

Dr. Mauricio Jalife Daher

Septiembre 27, 2023